Burgos, tras ser convertida sede episcopal en 1075 por el rey Alfonso VI, comenzó a construir su magnífica catedral en 1221, siguiendo los patrones góticos franceses de las Grandes Catedrales de Reims y París. Tras numerosas modificaciones, sobre todo durante los siglos XV y XVI, en la actualidad podemos disfrutar tanto de su exterior como de su interior, y es en este último donde encontramos una figura que nada tiene que ver con las capillas, relieves, pinturas y retablos que la rodean: el Papamoscas.
No se sabe con certeza cómo llegó a parar allí esa enigmática figura, puede que de algún taller relojero de Venecia, pero el paso del tiempo hizo que se le asociara a una fascinante leyenda popular, una historia de amor imposible, y según se cuenta, fue un encargo del frágil rey Enrique III “El Doliente”, quien acostumbraba a ir a rezar de incógnito cada día a la catedral.
Un día, mientras el monarca oraba, le llamó la atención una joven y hermosa mujer que rezaba ante la tumba de Fernán González. Quedó tan impresionado de su belleza que la siguió hasta su vieja y medio derruida casona sin poder dirigirle la palabra debido a su gran timidez. Desde entonces, cada día la buscaba con la mirada siguiéndola después sin atreverse a decirle nunca nada. En una ocasión, la joven, percatándose de ello, dejó caer al salir de la catedral un pañuelo que el rey recogería apresuradamente, pero en vez de devolvérselo lo guardó a la altura de su pecho. Con temerosa sonrisa y sin mediar palabra el rey le daría otro pañuelo que guardaba en su bolsillo. Llorando, la joven marchó emitiendo un lamento tan desgarrador que se escucharía por toda la catedral. A partir de entonces la joven ya no volvería a aparecer, averiguando Enrique que en su casa ya no vivía nadie, de hecho, un vecino le confirmó que hacía años que sus moradores habían fallecido de peste. El paso del tiempo hizo empeorar la salud del monarca aconsejándole los médicos largos paseos por el bosque. Así lo hizo hasta que una noche, absorto en el recuerdo de la joven, se desorientó. Cuando quiso darse cuenta se encontró rodeado de seis feroces lobos que no tardarían en atacarle. Mientras intentaba defenderse inútilmente con su espada escuchó el lamento de su amada, y mirando hacia atrás pudo reconocer la figura de la joven, triste y llorosa. Seguía escuchando lamentos pero la boca de la muchacha permanecía cerrada, surgiendo de su corazón. Esta vez el rey no lo dudó y se dirigió hacia ella para abrazarla y besarla, pero esta se apartó delicadamente diciendo:“Te amo porque eres noble y generoso; en ti amé el recuerdo gallardo y heroico de Fernán González y el Cid. Pero no puedo ofrecerte ya mi amor. Sacrifícate como yo lo hago…”.Al instante, la muchacha caería rendida a sus pies portando en su mano el pañuelo que el rey le dio. Desolado, mandó construir esa figura con el fin de eternizar ese lamento en cada toque de campana. Desgraciadamente, el constructor del autómata -que no debía de ser muy hábil- no conseguiría su objetivo, construyendo una grotesca figura que simularía más un graznido que un lamento. Los fieles que entraban en la catedral se burlaban y reían de ella, bautizándola como Papamoscas porque abría y cerraba la boca cada vez que daba las horas.
El viejo autómata data del siglo XVI, siendo el actual del siglo XVIII, viste una casaca roja y lleva en su mano derecha un papel de música, abriendo y cerrando la boca cada vez que hace sonar la campana al paso de las horas. A su lado, otra figura más pequeña conocida como el Martinillo da uno, dos o tres golpes, anunciando los cuartos. Se encuentra en lo alto de la nave mayor, a unos quince metros de altura, en el primer tramo de los pies de la basílica. Su nombre proviene de un pájaro (papamoscas cerrojillo) el cual mantiene su boca abierta esperando que las moscas entren en ella, y son muchos los autores que lo nombran en sus obras, coplas o canciones populares, como Víctor Hugo, Benito Pérez Galdós o Manuel Eduardo de Gorostiza, entre otros.
El Papamoscas soy yo
y el Papamoscas me llamo,
este nombre me pusieron
hace ya quinientos años.
Desde esta ojiva elevada
contemplo la gente loca
que corre apresurada
para verme abrir la boca.
Y que contentos me miran
sin cansarse de esperar;
a los listos y los tontos
los engaño de verdad.
Porque no es el Papamoscas
el que solo hace la fiesta,
también los que estáis abajo
y tenéis la boca abierta.
(Canción popular)